30 may 2010

Un país, dos sociedades (II)

Santiago Montenegro

El Espectador, Bogotá

Mayo 30 de 2010

Razón tienen quienes argumentan que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.

Al finalizar cada año, se reúne la llamada Comisión Permanente de Concertación de Políticas Salariales y Laborales para fijar el monto del ajuste del salario mínimo, bajo el presupuesto de que el trabajo es un derecho fundamental que merece la especial protección del Estado y también bajo la consideración de que el salario mínimo ampara a los más débiles. Más específicamente, los artículo 53 y 334 de la Constitución plantean que se debe mantener una remuneración mínima vital y móvil para “asegurar que todas las personas, en particular las de menores ingresos, tengan acceso a los bienes y servicios básicos”. En nuestra legislación, el derecho al trabajo es un derecho marcadamente intervencionista y garantista, y las normas que sobre él expide el Estado son imperativas y, en ese sentido, la economía debe estar subordinada al derecho.

Efectivamente, en este campo, la economía se ha subordinado al derecho, pero, como vimos en la pasada columna, la realidad es porfiada y no ha querido subordinarse al derecho. Casi la mitad de todos los trabajadores gana menos de un salario mínimo y, quizá, un tercio gana menos de medio salario mínimo. Es evidente que el salario mínimo no sólo no ampara a los más débiles, sino que no ampara a millones de trabajadores. ¿Qué hacer entonces? ¿Cómo conciliar esa vergonzosa y cruel realidad social con las normas legales y con la teoría económica? Este es un tema muy complejo y muy cargado de peso ideológico, por lo cual es muy difícil plantear soluciones. Pero creo que si todas las partes aceptan un postulado básico podríamos comenzar a eliminar la dualidad que tenemos entre una sociedad formal y otra informal, entre una sociedad de ciudadanos de primera categoría y otra de ciudadanos de segunda. El postulado sería aceptar una realidad incontrovertible que dice que la productividad no crece uniformemente, que en los sectores informales prácticamente está estancada y en los sectores de mayor innovación tecnológica crece a mayores tasas. Así, quienes proponen que para reducir la informalidad hay que estimular un alto crecimiento del PIB tienen razón, siempre y cuando dicho crecimiento aumente significativamente la demanda por trabajo y, al hacerlo, eleve el salario promedio de la economía. En esas circunstancias, para que la informalidad caiga, debería permitirse que el salario promedio suba significativamente por encima del mínimo. Esto quiere decir que, manteniendo su poder adquisitivo, el mínimo debería ajustarse, no de acuerdo a la evolución de productividad de los sectores más modernos de la economía, sino que debería reflejar un promedio de la productividad de los sectores informales. Como las diferencias en productividades son tan marcadas, en aras de velar por el derecho al trabajo formal y digno, también se deberían permitir otras definiciones de salario mínimo para los nuevos trabajadores jóvenes que entren al mercado laboral formal y se podría pensar, asimismo, en salarios mínimos diferentes para los nuevos trabajadores jóvenes de las zonas rurales. No puede haber duda de que la formalización es necesaria para incrementar la productividad y los ingresos reales de los trabajadores, pues es un requisito para tener acceso a capacitación, a ser sujetos de crédito para sus micro y pequeñas empresas, a créditos hipotecarios y a otros servicios. Finalmente, la Comisión de Concertación Laboral debería dejar de ser un exclusivo club de los sectores formales y habría que invitar a representantes genuinos de los trabajadores más débiles, desamparados y pobres, que son, precisamente, los desempleados y los informales.